Siempre he dibujado.

De pequeño ya copiaba los dibujos de Mortadelo y Filemón.

Me encantaba el dibujo, el color, la composición… Por eso cuando llegó el momento de estudiar una carrera me decidí por Periodismo.

No tiene mucho sentido… Lo sé.

Pero si me pongo a pensar puede que sí.

Mi padre era un artista, pero de los de verdad. De los que iban pateando las calles con su enorme carpeta llena de muestras de retratos al carboncillo para buscar clientes.

De los que no tenían una residencia fija ni una casa en propiedad.

De los que pasaban rachas malas.

Muy malas.

De los que tienen un final trágico y su único legado es una carpeta grande llena de dibujos y un estuche de lápices y carboncillos.

Si eres artista pero de los de verdad, la vida nunca es demasiado fácil.

En una de esas rachas vivimos durante un tiempo en una pensión en Cádiz.

Era de esas pensiones donde tienes un cuarto con una cama y poco más.

El baño era compartido.

Tenías que salir a un largo pasillo y al fondo había una puerta.

Y no estábamos allí solos,

Claro.

Recuerdo a un hombre grande, muy grande (por lo menos a ojos de un niño),

y gordo, muy gordo (apto para grupo de riesgo en cualquier pandemia).

No olvidaré jamás lo que sucedía cuando El Hombre Grande salía de su habitación, atravesaba el pasillo y cerraba la puerta del baño…

Pasaba un tiempo y nos llegaba como una niebla espesa que atraviesa cualquier hueco…

El olor.

Ese olor.

Es posible que en ese momento se activara una alarma en mi cerebro:

“No quiero volver a pasar por esto, no voy a dedicarme a lo que hace papá. Nunca. Jamás.”

Y aquí estoy,

Ofreciéndote un retrato a 195€.

¿Caro? No lo sé.

Sólo sé que no soy un artista de los de verdad.

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